EL DÍA QUE EL DÓLAR LLEGÓ A 40 PESOS.



La línea A no llegaba hasta Plaza de Mayo porque estaban arreglando la vía o algo así.
Cuando bajamos en Perú, la fila de gente llegaba hasta la salida del túnel entre las conexiones de la A y la D.
Todos caminábamos despacito adentrándonos, algunos pasajeros iban en contra de la gran marea por una filita mucho más pequeña, venían con los pelos mojados por la reciente lluvia en la Capital.
El andén estaba lleno, parecía que todos los que habíamos llegado recién del túnel no íbamos a entrar en la próxima formación, aunque en ese mismo momento se estuviera yendo una llena.
Caminé por el borde de toda la gente que esperaba. Ya por la mitad del andén, donde volvían a aparecer los molinetes, la cantidad de gente esperando era menor.
Cuando llegó el próximo subte, la puerta quedó frente a nuestras narices y a pesar de que yo me encontraba bastante atrás, con empujoncitos entre desaforados de rabia y pasitos de “dalelaconchadetumadreentraquequierollegaramicasa” entré.
No hubo tiempo de intentar elegir lugar, quedé de espaldas al caño que yace ahí parado en el medio del vagón. Como si fuera mi columna vertebral, fui con el caño en la espalda sin poder moverme por varias paradas porque la presión era bastante.
Lo difícil de ir incómodo físicamente es que también tenemos a las personas pegadas. La distancia entre cara y cara es preocupante, es una invasión del espacio personal, un agravio. Entonces todos cruzamos miradas incómodas o nos hacemos los zombies, miramos a la nada. Ahí ya estamos incómodos de manera física y espiritual.
Cuando llegamos a Lima, nadie bajó, pero todos querían entrar. Una señora del costadito del vagón les gritó
 -          Paren loco!!! Paren Chicos, no hay más lugar, me van a quebrar las piernas, paren”- Entonces se quedaron sin entrar y una chica cuyo rostro nunca pude ver a causa del señor que tenía a mi izquierda, dijo-
- Me robaron la billetera!- Las mismas señoras que nos habían defendido de la avalancha de gente, le preguntaron quién era el chorro, la piba respondió que se había bajado en Piedras. Todos se lamentaron con la piba en voz alta, una de las señoras le preguntó si tenía SUBE, si quería plata. La piba dijo que no, que todo bien. La señora insistió  igual no iba a poder hacer nada ante la falta de espacio y la cantidad de movimientos requeridos para ello.
Una estación después un viejo quiso entrar. Las señoras le dijeron que no, porque ya venían controlando parada por parada, pero el viejo quiso entrar y ya.
-          Si todos hicieran un pasito, podría entrar- Lo dijo mientras entraba, aunque el pasito no hubiera sucedido. Hizo una fuerza bastante sorprendente para su edad y entró. Cuando arrancamos dijo
-          Todo entra en un jarrillo si se lo acomoda bien- Su acento español, hizo la frase muy simpaticona para todos, simpaticona por el momento de mierda que estábamos viviendo.
Luego de que nos riéramos abatidamente del  viejo, empezó a decir que cómo podemos viajar así.
-          Por qué nos dejamos tratar así? Hemos llegado aquí porque somos todos unos cobardes- Debo admitir que con ese tono, por un momento creí que era de esos viejos sabios que tiran una posta y sólo los ves en videos de youtube tipo “viejito en el subte se rompe y emociona a todos los pasajeros”. Pero a medida que seguía hablando se volvió medio molesto. Creo que quería criticar todo, pero su tono se convirtió en el foco del hastío.
La gente también lo noto, lo que al principio nos había resultado a todos una tonalidad jaranera, llegando a Plaza Miserere nos parecía otra bofetada más en nuestras miserables vidas. Algunos le dijeron que se volviera a España, otros le gritaron que era franquista. Pero el viejo gallego perdió protagonismo cuando estábamos por arrancar de Once.
Un chico que estaba detrás de alguien a mi derecha superior, salió de las sombras pidiendo pasar hacia la otra puerta para bajar. Ya habían descendido e ingresado personas nuevas al vagón. Intentamos empujar al muchacho hacia el otro lado, pero las puertas se cerraron y todos nos quejamos al unísono.
Parecíamos todos vencidos, por el robo de la chica, el gallego molesto, la pasada de parada.
Para ese entonces yo ya no estaba de espaldas al caño, sino más adelante. Un hombre con campera impermeable, entradas prominentes y el pelo mojado dijo:
-          Pibe apurate a pasar para el otro lado porque ahora la puerta se abre de allá. Sino vas a tener que irte hasta Primera Junta y capaz que ahí ya te volvés sentadito tranquilo- Volvimos a descontracturar con algunas risas. Hicimos lo mejor que pudimos para pasar al chico hacia la otra puerta.

Al llegar a Loria, lo logramos. Algunos atrás susurraban
-          Ya bajó?
-          Pudo bajar?-
Quiso entrar una embarazada, el viejo gallego hizo algunos chistes. Volvieron las risas, la embarazada no subió pero seguimos festejando los chistes por un rato más.
Después una señora alta con campera deportiva violeta, gritó mientras levantaba la mano que sujetaba un paraguas:
-YO QUIERO BAJAR EN LA PRÓXIMA- Algunos hicieron chistes de que la pasaban por arriba, tipo mosh. No sucedió, pero cuando las puertas se abrieron todos hicimos espacio y a pesar de que la señora casi le tira el celular a las vías a un tipo, todo salió de maravillas.
Uno preguntó qué estación venía próxima, otro respondió que Río de Janeiro. El señor que le había sugerido al pibe que se pasara para el otro lado, dijo que él se bajaba, le dije que yo también. Nos miró a todos:
-          La verdad, ahora no me quiero bajar-
-          Si, al menos la pasamos bien en este viaje – Dijo uno.
-          Sí, sobre todo en este día de mierda- Dijo otro también.

Así sin más, una chica vestida con chaquetita metió la mano en su cartera
-          Yo tengo chizitos- dijo con alegría mostrándonos la bolsita.
-          Bueno yo tengo un vino espumante, era un regalo pero esta es una ocasión especial- Agregó un hombre de camisa a cuadritos. La vieja de verde tenía nueces, el señor con bufanda que vendía pañuelos los ofreció de servilleta. Esther, más al fondo juntó los tuppers con restos de almuerzo de aquellos que venían de oficinas, el muchachito con las cejas tupidas juntó las galletitas.
Cuando llegamos a primera junta, cantamos el feliz cumpleaños a Ricardito, el gallego le regaló un dólar por cumplir los dieciocho, sopló las velitas.  En Carabobo empezó el carnaval carioca y en San Pedrito tuvimos que bajar a José Ignacio que había quebrado y no paraba de vomitar. Antes de iniciar el viaje de vuelta, nos abrazamos y le cantamos el feliz cumpleaños a Ricardito otra vez, que pobre le tocó cumplir justo el día que el dólar llegó a los cuarenta.

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