EL DÍA DEL PARO


Se inundan los pasillos con rumores, suposiciones de lo que puede llegar a ocurrir esta tarde.
En el comedor, al hacernos un té o en la entrada del baño, la gente comenta que si hay paro, que si no, que si podemos llegar a casa en colectivos o si nos conviene tomar el subte.
Los colectivos no paran pero al estar con lío la 9 de julio, nadie sabe bien a qué altura estará liberado el paso.
El subte sí para a las 18hs, e irnos antes para tomarlo indica que va a ser un sufrimiento asegurado, en cuotas, 7 en mi caso.
En la oficina opinan que las protestas pueden hacerse sin este grado de violencia. Los que ya no tenemos mucha esperanza en este país, arqueamos las cejas con los hombros en congoja, como si nada nos interesara pero es sólo costumbre.
A mí me está subiendo un resfrío veloz. Hablo un poco con la nariz tapada a mi compañero, discutimos un rato por una planilla, la primera vez. Ahora tal vez no tengamos la misma relación que en un principio, si bien acabamos de conocernos hace algunas semanas, esto podría ser un antes y un después.
Decidimos finalmente salir antes, a  las 17hs para irnos en subte. Aprovechamos el camino para fumar una tuca. Cuando ya nos quemamos los dedos, él saca una tarjeta de su billetera y me dice - Usá esto, con todo lo que me roba este tipo mínimo que su tarjeta me sirva para algo- Miro de su odontólogo detenidamente- Le estoy pagando la casa en Córdoba- Agrega.
Al llegar a Alem nos separamos, él va para la D y yo para la B.
Me preparo mentalmente para este nuevo desafío, el de convertirme en una oveja, ser parte de un rebaño triste, oprimido, silencioso.
Al entrar al vagón escuchamos que empiezan las demoras, nada extraño de la línea. Nadie dice nada ni repara en algún gesto, todos estamos acostumbrados y aunque estamos agarrándonos incómodamente de cualquier cosa, todos nos mantenemos así hasta que se disponga a arrancar.
Pasan más de diez minutos, el vagón se va llenando rápidamente de gente que también pensó lo miso: me tomo el subte que va bajo tierra, me ahorro la gente protestando en la 9 de Julio y lo hago antes de que entren de paro a las 18hs. Como resultado, todos nos tomamos la línea B.
Al salir de Alem ya todos sabemos cómo va a resultar esto. A veces cruzamos miradas sin querer, nos quedamos colgados mirándonos sufrir, ser parte de lo mismo.
Llegados a Florida nos damos cuenta que en Alem estábamos todos como en el living de nuestras casas, que estar así de apretados como estábamos, era un lujo.
La gente sigue con el afán de que entramos todos y los que ya estamos adentro nos movemos como pingüinitos, con las patitas pegadas.
Siempre el chivo de alguien queda en la cara de otro. Empezamos a percibir notablemente, casi como un poder mágico, el codo de otros en todas partes del cuerpo. Pisadas, puteadas para uno mismo, olores.
Estamos todos sufriendo por igual, salvo aquellos que van sentados. A lo sumo se ligan carterazos, pero más que eso no puede pasar.
En Pellegrini todo se reduce a la muerte. Es el momento ideal en que los insoportables optimistas piden un pasito para atrás así ellos entran. Nos empujan a todo con violencia que mi memoria no borra, como si este ganado, este rebaño insulso fuera a comportarse como tal.
Y ¿saben qué pasa en realidad?
Nos portamos como tal.
Todos gemimos de incomodidad, de extremo inconformismo y nos dejamos sabotear así, en nuestras caras. En este caso por un hombre de unos cuarenta, pelo cortito y gris.
Después se le suma una señora y después de eso yo ya no veo nada.
Cada estación son cinco, seis minutos de demora. Nadie se está dando por vencido en ninguna, todos quieren subir.
No solo quieren subir para irse a sus casas, que es el mismo motivo que los hace accionar igual cada hora pico del día. Es también que quieren agarrar los últimos subtes para no comerse el flor de quilombo que está sobre nosotros en la calle.
No queremos perder horas, queremos llegar a casa.
Estoy completamente encerrada con esta gente, si algo malo pasara no podría reconocer donde comienza o termina alguna parte mía. No puedo deducir qué es lo que me toca, pero me toca todo el cuerpo de diferentes maneras.
Todos miramos el techo o el suelo, porque nos da vergüenza encontrarnos en la nada misma de los ojos de otros. Estamos en la misma, transpirados, molestos, cansados, con codos en las orejas y bolsos ajenos entre los omóplatos.
A veces alguien tiene que ser héroe y esboza un - flaco lo siento mucho pero no entrás, no se puede más-
El flaco reflexiona y permanece en el ande del lado donde las cosas se quedan, pero al menos son todos libres de mover los brazos.
Esta vez no hay héroes. Todos queremos llegar.
El viaje tortuoso es de treinta minutos, usualmente lleva quince. Bajo arrastrando una parte mía hacia adelante para que el resto salga por defecto y veo que somos varios detenidos ya en el andén observando como el vagón de al lado es un infierno peor del que acabamos de dejar. Las puertas se cierran, el vagón vecino tiene gente que no entra. Las puertas se abren y se vuelven a cerrar. Un varios gritan y hay dos pegándose piñas, con mujeres de por medio que se cubren las cabezas y las caras. Las piñas cesan enseguida y quedan gritando los dos pibes nada más. El resto de la gente calla, vuelve a agachar la cabeza y el subte arranca nuevamente.
Subimos por la escalera mecánica. Todos deseamos no tener que encima quitarnos más vida subiendo esos escalones de la vergüenza exfoliada del “exterior”. La que nos dice que nos violaron un poco ahí adentro.


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