En las costillas


Haceme alguna pregunta.
Atravesame interrogativamente.
Adentrate en mis pulmones y atrévete a cuestionarme.
Si la sangre me brilla como los ojos.
Si disfruté hasta que se me formaron hoyuelos por primera vez, bajando de un tobogán.
Si estás tan vivo, contame los agujeros y pregúntame.
Incomodame interpelándome, clavándome alguna oración como un codo en las costillas.
Y puede que así te cuente de aquel día de la madre en que le regalé un jazmín a mi vieja. Uno que terminó florando el jardín delantero de la casa a la que nunca volví.
Seamos honestos, para desvestirnos sin que sea un acto atrevido. Entonces vení, empujame. Meteme la mano en el pecho a ver si late y de qué color.
Hurgame la boca para terminar inventando verbos, como “cucurran”.
Cucurrar: dígase de aquel que cucurra. Que junta los labios como un pajarito para anidar a otro ser en un silbido. 
Envalentonémonos y saquemos una caja entera de té, para charlar toda la tarde y la noche, con gusto a hierbas del bosque o a manzanillas.
Que yo me pierda en el intersticio de la mesa que nos separa y te cuente de mis martes en el laburo. Esos en los que no hacemos nada.
Tal vez, después nos abracemos a palabrazos, nos acariciemos de monólogos y nos quedemos dormidos. Quizá no.
Y recordemos lo fructíferas que fueron tus navidades infantiles. Cuando te regalaron la cocinita, el arma verde de agua, el KEN con pelo de verdad (al que también le crecía la barba) y el kit de médico.
Pero charlame, córtame la cara con horas y horas de cosas que nunca más nadie va a querer saber ni de vos ni de mí. Para terminar mirándonos casi casi, como un espejo de agua.

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