El termo de Once
Entré porque pensé que era una casa de
cotillón. Necesitaba una casa de cotillón para poder comprar los globos dorados
y plateados.
Los trajes colgados cerca del techo me
confundieron, pero mientras más me adentraba en la tienda menos cotillón había.
Comencé a identificar chucherías chinas, maquillaje barato, pestañas postizas,
paragüas de muchos colores, etc.
Nada de todo eso me servía, pero no pude
irme. Todos aquellos trastos colorinches llenos de vida me llamaban. Susurraban
mi nombre, esperándome con los brazos abiertos para toquetearlos, entenderlos.
Ya casi pegando la vuelta a la góndola lo
vi. Era un termo de no mucho tamaño.
El termo en sí, no parecía nada del otro
mundo, nada chino. Pero entonces recordé las palabras de Juan:
-Era negro con detalles violetas- Había
dicho violetas o morados? El caso es que no podía ser otro. Seguramente era ese
el termo del que tanto hablaba él. Su termo vivía en once, en una tiendita de
chuches y tal y ahí estaba yo, en once, en una tienda de chuches y tal. Con un
termo de similares colores frente a mí.
Tuve miedo, emoción más que miedo. El
termo estaba en una estantería, mi altura no me permitía apreciarlo de cerca,
pero Juan parecía tener razón. Sus formas redondeadas, su textura lo hacía
parecer casi de plastilina.
Le pedí a uno de los chinitos que me lo
acercara. Fueron por una escalera pequeña y me lo llevaron al mostrador. Lo tomé
con mis manos, estaba frío. Enseguida lo
supe, porque el olor me llenó las fosas nasales y recordé tener 8 años, con las
manos llenas de masa.
No pude no hacerlo, le hundí todo mi dedo
índice al termo de plastilina, mientras la china de la caja y el chino que me
lo había ofrecido para mirar, chillaban y hacían movimientos exagerados con las
manos. El chino me lo quiso quitar, pero no se lo permití. Quería terminar de
hundir toda mi mano en el termo.
La misión se degeneró por completo y al
perforar la pared de masa, lo estreché con ambas manos, lo abracé como Juan lo
abrazaría. Lo estrangulé, abollando con todas mis ganas su forma redondeada. Lo
separé cabeza y culo y los volví a juntar. La china me pegaba suavemente en la
mano y gritaba “no, noo dejal , no nooo”. Nada pudo detenerme, lo hice una bola
amorfa, negra y violeta, una bola con mis dedos marcados, mis huellas dactilares.
Dejé la bola sobre el mostrador, casi
asustada del ataque que se había apoderado de mí. Los chinitos me miraron en
silencio, observaron el termo hecho pelota. Les dije que cómo podían tener un
termo de plastilina ahí. No entendieron nada, comenzaron a gritarse entre ellos
palabras en su idioma. Tal vez no gritaban, pero a mí siempre me parece que
gritan mientras se inventan sonidos raros para engañarnos a todos de que no
hablan nuestro idioma.
Tomé una lima de uñas del mostrador y
allí mismo les dejé los 15 pesos que valía.
Me tiré la bufanda sobre el cuello y
seguí caminando hasta plaza miserere.
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