MIEDOS PARTE I
Cuando estaba cerca de los tres años, mis viejos guardaban una caja de whisky en la parte de abajo de la alacena. Alfredo me dijo que no podía tocarla porque me iba a
volver esqueleto.
En el patio
de casa estaba el tanque de agua, en el piso, junto al pedacito chiquito de
verde que nos regalaba ese jardín. Alrededor del tanque crecía la menta que mi
mamá usaba para el mate, a veces me mandaba a cortar un poco al grito de “no te
acerques tanto que te podés caer”. Nunca entendí cómo iba a caerme si el
tanque estaba cerrado, pero me imaginaba que se rompía la tapa y yo caía a un
pozo profundo lleno de agua.
Cuando
volvíamos a casa después de estar horas afuera, corría a la ventana del living,
la abría y dejaba que mi cocker spanish me diera lengüetazos a través del
mosquitero. Tal vez se olvidaba de mí porque no había jugado con ella en horas.
Por las
noches podía escuchar ruido de cacerolas, era leve, como si alguien acomodara
las cacerolas intentando no hacer ruido. Recuerdo haberle dicho a mamá y que
ella me mandara a dormir.
Cuando
tenía pesadillas, salir de la cama a buscar a Marcela me llenaba de miedo, no
por la oscuridad, sino porque tal vez ella no me dejara dormir en su cama y me
mandara de nuevo a la mía, que estaba llena de soledad, de olores neutros nada
parecidos al de ella y de malos sueños.
Una noche
escuché que mis viejos discutían en la habitación, con la puerta cerrada, por
tarjetas de crédito. Tuve miedo por mi mamá.
El enojo de
Alfredo me aterraba, el tono de su voz enojado, sus insultos.
Cuando aún
vivíamos en la casa de Gral Alvarez tenía miedo de volver a ahogarme con huevo
duro, porque era lo único que comía. Me aterraban los piojos porque mamá se enojaba,
amenazaba con raparme y me tironeaba el pelo.
Esa noche
que nos dijeron que íbamos a vivir en Mendoza, tuve miedo de perder a mis
amigos, mi escuela, mi cocker spanish, mi mc donalds los miércoles a la salida
del cole, las clases de ajedrez, las navidades en Morón con Marta y el abuelo
Gustavo, la falta de tortafritas de mi tía Susi que nos cuidaba todos los días.
Los domingos de asado y futbol con Alfredo. Las tardes con mamá cantando Luis
Miguel. Comer frutillas con crema en lo de la abuela Tina.
Cuando
llegamos a Mendoza, aprendía a andar en bici. Mi mamá me dejó ir por el barrio
y me perdí porque jamás había hecho más de dos cuadras sola, nadie me explicó
cómo volver. Me desesperé al igual que todas las veces que perdía a Marcela en
el super.
Esa tarde en
que estaba actuando frente a un teatro lleno de niños y me olvidé la letra
porque yo también era una niña, quedé paralizada sin saber qué decir, sudando
frío. Sentí miedo de que nada pudiera continuar y tuviéramos que terminar la
obra ahí como un fracaso total porque me había olvidado la letra.
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