Salsa de tomate

La época de hacer salsa comenzaba con una charla.
Un mate de por medio entre mi mamá y mi tía Patricia.

Se pasaban precios anotados en un papelito, direcciones tales como "por la ruta, yendo hacia Tupungato" o "por la Ozamis yendo para Rusell".
Se investigaba por las verdulerías de la zona, "a cuánto el tomate perita?" o "a cuánto me deja el cajón?".
Recorríamos ferreterías para comprar tapas y frascos.

Un día, nos subíamos al auto viejo de mi tía Patricia y partíamos hacia alguna ruta. Y me tiritaba el vidrio en el auto viejo, sin radio, con el viento en la cara y las risas de mi mamá y su hermana lejanas por el ruido del viento entrando en las ventanillas.
Llevábamos a upa a mi primito en pañales, porque hacía calor.
Yo tenía las piernas negras de tanto sol de la calle, de jugar a la pelota en el parque o a las armitas con mi primo Mati, en los descampados del barrio Brisas del parque. 

Nos bajábamos todos a ver los cajones de tomates, si tardaban mucho, nos sentábamos en alguna piedra.
Después se cargaban en el baúl, "poné la lona debajo para que no se chorree tanto". Volvíamos hasta alguna casa inundados de olor a tomate, un olor que siempre me resultó horrible. Ahora que es un recuerdo me parece dulzón y hasta simpático.

Algún sábado cerca de la fecha de la recogida de tomates, nos levantaban temprano, íbamos en el auto hasta la casa de la tía Patri. Nos llevaban al patio de la tia, donde estaba el taller y todo ese espacio sin pasto, con tierra vieja e inútil.
Refregábamos los tomates en los fuentones con agua. Los poníamos en alguna otra bandeja para sacarles las partes malas. Los primos más adultos podían usar cuchillo, sino con alguna cuchara.

Mi tía pasaba el tomate por la máquina de picar carne. Hay una foto por algún lado. Yo con 7 u 8 años, las piernas bien flacas, el pelo carré negro y sano y alguna gorrita en el pelo. Mi tío de turno picando el tomate. Los primitos con las manos llenas de tomates de diferentes tamaños, chorreando su jugo hasta los coditos, en la foto los vemos sonrientes, nos vemos.

En el mesón habían tablitas, platos, tuppers y ensaladeras llenas de tomates y diferentes partes. Alguna bolsa llena de tapas para los frascos.

Más atrás y casi inaccesible para los niños, el barril enorme con el fuego debajo, donde mi tio de turno ponía las botellas después de que alguien las pasara por esa especie de prensa donde les ponían la tapa a fuerza. A veces se le pegaban martillazos suaves para asegurarla, aunque al final alguna fallaba y terminaba expulsando la tapa, perdiendo todo su contenido adentro.

Una vez que terminábamos todo el tomate, al rededor de la mesa nos encerraba un pequeño río de jugo rojillo, de semillitas y tapas que no pudieron ponerle sombrerito a ninguna botella. Cuando se cerraba el barril llena, los adultos observaban cómo se quemaba la leña por un rato, con los pelos parados saliendo de las gorritas que chuparon todo el sol de la tarde.

Había un hambre de merienda o cena, un guardar los tuppers y ensaladeras para lavar un constante ir a mirar el barril, destaparlo e inspeccionar con linterna qué se escocía en su interior.

No recuerdo cuánto tardaban ahí en el barril cocinándose, podría haberle preguntado a mi vieja pero quise que se mantuviera como el muchísimo tiempo que mis memorias imaginan.

Después había que limpiar las botellas, una vez ya frías y cocinadas nos daban trapitos y todos limpiábamos botella por botella. Entonces mi mamá me iba pasando de a dos y las llevabábamos al placard empotrado en mi habitación, en los estantes que servían de alacena, para después, en las cenas pegarme un grito desde la cocina "FLORI TRAÉ UNA SALSA PARA LA PIZZA".

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